viernes, 14 de diciembre de 2007

Soy un cutre

En realidad soy un cutre. Sí, así es, si escribo entradas sobre filósofos franceses posmodernos es sólo para despistar, porque en el fondo de mi alma lo que de verdad me arrastra es lo cutre, lo prosaico, la masa informe, el olor a vinazo (o a cervezazo, más frecuentemente) el perfume Ô de Axilé, la currywurst en bandejilla de cartón, en fin. Éste era el ambiente hace un par de semanas en el Supercross de Chemnitz (internacional él, oiga). Por allí andaba el macarreo sano de pueblo de mil habitantes: mucha gorrita de visera, chupa globera de aviador, mucho pantalón de cremalleras y zapatos con chapas rematadas, mucho piercing y corte de pelo listado; igualmente mucha Tussi de pelo cardado y maquillaje circense, botas de madam SM y uñas de chinarro maloso en una peli de James Bond. Sin embargo también andaban por allí las familias con padre cincuentón que luce coletilla con gomita de colores, madre peinada a lo Mrs. Ropper y ataviada con chubasquero fosforito, y niño zampabollos enamorado de su salchichita vienesa nadando en salsa rot-weiß dentro de la bandejilla de cartón. Estos son tus vecinos, amigo, la gente que va a currar todos los días, paga sus impuestos y va a votar cuando hay comicios; pero tú no te enteras, encerrado en tu alma mater de marfil.

Por eso me alegré tanto cuando mi santa me regaló las entradas por mi cumpleaños. Por eso y por una nostalgia de Montesa que tengo atravesada desde hace años en los ijares -habré de escribir sobre esto algún día- y que no sé como guardarla ni alimentarla, pues en sacármela ni pienso... La música atronaba los oídos, los efectos de luz maceraban el fondo del ojo, olía a ricino y a petardazo de corte del encendido, los escapes retumbaban en nuestros pechos, los pilotos con sus máquinas, buscando el límite, sobrecogían nuestros sentidos.

Ya lo sé, todo esto no es muy intelectual, pero precisamente: tiene más raza y más ácido desoxirribonucleico que todo lo que hago normalmente. Fue muy divertido.

Y para muestra un botón: aquí van algunas imágenes tomadas por un amigo que también se permitió este baño biopolimérico.




lunes, 10 de diciembre de 2007

La vida es un tango

A qué negarlo: los gatos no me son especialmente simpáticos. No obstante, éstos se habían ganado mi respeto y simpatía, acaso por buenos vecinos o simplemente por ser el entretenimiento de esa persona entrañable que es Frau Klein. Por eso escribí sobre ellos en este blog. Ahora sólo queda Herr Müller.

Hace un par de días me encontré a mi amiga y me contó sobre la muerte inopinada de Mietzi en las fauces de un perro cuya correa resultó ser demasiado larga (y cuya dueña se mostró demasiado lenta en reaccionar). Una amiga de Frau Klein consiguió incluso convencer a su hijo para que llevara a la gata malherida a la veterinaria, quien sin embargo no pudo salvar su vida. El cuerpo de Mietzi descansa ya en una tumba costeada por mi anciana vecina en un cementerio para animales que se acuesta en la ladera de una colina cercana a la ciudad. La factura de la veterinaria irá a parar, me dice Frau Klein, al buzón de la dueña del chucho.

Yo quise escribir aquí sobre esta pareja de gatos nobles de barrio como quien hace una crónica costumbrista, con ojo de escritor decimonónico y sonrisa de beato. Quién se iba a imaginar que esa gata que ya arrastraba tantos años por nuestra calle no iba a tener el final pacífico que se merecía, sino uno violento y desgarrado. Mi cuadro costumbrista se convierte en drama de lo cotidiano. Frau Klein sonríe con amargura, le da palique a mi hijo para olvidarse de lo ocurrido y se va hacia su portal defendiéndose con echarpe y algodón en el oído del invierno, de este invierno que no acaba de llegar sino a rachas y que sin embargo está a punto de sacarnos de quicio a todos. Y es que, pobre Mietzi, la vida es un tango.

viernes, 30 de noviembre de 2007

El cambio de episteme: más sobre la arqueología de Foucault


Prometí hace meses que seguiría leyendo a Foucault, y que volvería aquí para contarlo. Soy obediente, de modo que, con paciencia, royendo minutos al sueño, lo voy cumpliendo.

Las palabras y las cosas es una de esas obras que empiezas a comprender cuando te acercas hacia el final. Entonces relees ávidamente y con sensación de culpa a un tiempo. Foucault tensa los hilos del análisis de la cultura occidental; rompe, ya tersa, la superficie; accede entonces a sus profundidades cavernosas y las perfila con cincel potente, dejando a la vista una figura de construcción inquietante, pero perfectamente nítida, cuyas líneas pueden ser recorridas con lógica de detective inglés, como quien sigue los vericuetos de un laberinto fotografiado desde un ángulo cenital.

Llegado un punto, te atreves a definir la realidad como imaginación y la verdad como invención. Lo cual me remite a las preguntas de JSS y de Salve!

Paseando por la página 300, me veo obligado a hojear hacia atrás hasta la página 205:


En cuanto a la mutación que se produjo hacia fines del siglo XVIII en toda la episteme occidental, es posible caracterizarla desde ahora de lejos diciendo que se constituyó un momento científicamente fuerte allí donde la episteme clásica conocía un tiempo metafísicamente fuerte; y que, a la inversa, se recorta un espacio filosófico donde el clasicismo había establecido cerraduras epistemológicas solidísimas. En efecto, el análisis de la producción, en cuanto proyecto nuevo de la nueva "economía política", tiene como papel esencial el analizar la relación entre el valor y los precios; los conceptos de organismos y de organización, los métodos de la anatomía comparada, en breve, todos los temas de la "biología" naciente explican cómo estructuras observables en los individuos pueden valer a título de caracteres generales para los géneros, las familias, las ramificaciones; por último, para unificar las disposiciones formales de un lenguaje (su capacidad para constituir proposiciones) y el sentido que pertenece a sus palabras, la "la filología" estudiará no ya las funciones representativas del discurso, sino un conjunto de constantes morfológicas sometidas a una historia. Filología, biología y economía política se constituyen no en el lugar de la gramática general, de la historia natural y del análisis de las riquezas, sino allí donde estos saberes no existían, sino en el espacio que dejaban en blanco, en la profundidad del surco que separaba los grandes segmentos teóricos y que completaba el rumor del continuo ontológico. El objeto del saber del siglo XVII se forma justo allí donde se acalla la plenitud clásica del ser.
A la inversa, un nuevo espacio filosófico se abre allí donde se hunden los objetos del saber clásico. El momento de la atribución (como forma de juicio) y el de la articulación (como recorte general de los seres) se separan y dan nacimiento al problema de las relaciones entre una apofántica y una ontología formales; el momento de la designación primitiva y el de la derivación a través del tiempo se separan y abren un espacio en el que se plantea la cuestión de las relaciones entre el sentido originario y la historia. Así, se encuentran puestas en su lugar las dos grandes formas de la reflexión filosófica moderna. La una se interroga por las relaciones entre la lógica y la ontología; procede siguiendo los caminos de la formalización y reencuentra bajo un nuevo aspecto el problema de la mathesis. La otra se pregunta por las relaciones entre la significación y el tiempo; emprende un desarrollo que sin duda no se acaba ni se acabará nunca y vuelve a sacar a luz los temas y los métodos de la interpretación. Sin duda alguna, la cuestión más fundamental que puede entonces plantearse a la filosofía concierne a la relación entre estas dos formas de reflexión. En verdad, no corresponde a la arqueología el decir si esta relación es posible ni cómo puede fundarse; pero puede dibujar la región en la que busca anudarse, en qué lugar de la episteme trata de encontrar su unidad la filosofía moderna, en qué punto del saber descubre su dominio más amplio: este lugar es aquel en el que lo formal (de la apofántica y de la ontología) se reunirían con lo significativo tal como se aclara en la interpretación. El problema esencial del pensamiento clásico se aloja en las relaciones entre el nombre y el orden: descubrir una nomenclatura que fuese una taxinomia o aun instaurar un sistema de signos que fuese transparente para la continuidad del ser. Lo que el pensamiento moderno va a poner fundamentalmente en duda es la relación del sentido con la forma de la verdad y la forma del ser: en el cielo de nuestra reflexión reina un discurso -discurso quizá inaccesible- que sería de un solo golpe una ontología y una semántica. El estructuralismo no es un método nuevo; es la conciencia despierta e inquieta del saber moderno.

Los cambios de paradigma -leo a través del autor- poco tienen que ver con progreso, perfeccionamiento o avance, sino que constituyen discontinuidades que a la vez formulan interrogantes. Ante mis propios ojos el análisis de Foucault descompone el rompecabezas del mundo (la verdad, la realidad...) y lo recompone poniendo otra vez todas las piezas, pero en otros lugares y con otra lógica. Las piezas casan. Son tal vez mis ojos los que han cambiado. De algún modo, ahora que la modernidad se está acabando y que empezamos a no entender ese estructuralismo con el que se cierra el párrafo, tal vez sea el momento de intentar explicárnoslo.

Volveré a ello, pues prometo continuación (una o tal vez dos), aun a riesgo de perder algunos de mis lectores menos frikisóficos, que deben de ser legión, por otra parte.

viernes, 12 de octubre de 2007

La épica de la lengua (please for tobacco it warns the waiter)

Las lenguas tienen indudablemente su épica y alguien debería cantarla con voz de juglar o de payador. Esa épica se confunde con la misma historia -una historia cotidiana, una intrahistoria primordial- de la gente que la usa y la moldea. En estos días en que se discute acaloradamente y con no poca mala sangre si pertenece o no la lengua española también a la cultura catalana, que es invitada de honor en la feria del libro de Frankfurt, conviene recordar que no son personas prominentes ni instituciones excelsas quienes tienen derechos sobre las lenguas, sino sólo sus hablantes, a los que en su mayoría poco les importan estas discusiones espúreas. Ellos emplean las lenguas (sí, normalmente más de una) para explicarse el mundo y construirse su espacio vital. Me di cuenta hace poco, visitando a mi hermano en una pequeña población de Almería, donde el turismo ha llegado... con mesura. Vecina a su casa hay una tienda que, frente al comercio especializado y la proliferación del "todo a cien" de otras latitudes, tuvo que definir su negocio conforme a las necesidades de su clientela más cercana: ese local de pocos metros cuadrados en el que hay de todo, absolutamente de todo, entendiendo ese "todo" como aquello que una familia puede necesitar en la vida diaria: de la sartén a las zapatillas, de la aceitera al juguete para el niño, del helado de palo a la barrita de pan candeal. Y todo de última generación, tal como la dueña y asesora comercial proclama: "esto es lo que se lleva ahora". Atención a la concepción técnico-comercial: el local se define, según rezan el cartel y la inscripción del toldo, como "Novedades Patri" con la especialización en "Multiprecio". Que aprenda el marketing de la Segunda Modernidad".

Pues sí, la gente habla y escribe. Lo hace para comunicarse, para decir y contar, para avisar o conminar, para informar o entretener. Y se vale de su lengua o de las que necesite para que la parroquia se percate, sin mayores remilgos sobre si esta preposición o esta conjunción es mía, tuya o de aquél. En un bar y restaurante del puerto de Calpe había que explicar al personal (y éste es muy variopinto) cómo obtener tabaco de la máquina. Pues bien palabra aquí palabra allá, a saber si obtenidas del diccionario o de un traductor en línea -que para el progreso nunca es tarde- ahí estaban, como caballeros de novela entre la floresta del papel blanco, las cuatro sentencias admonitorias en cuatro lenguas indoeuropeas: "Para tabaco avise al camarero por favor. Please for tobacco it warns the waiter. S'il vous plaît pour tabac avertissez le garçon de cafe. Bitte für tabak warnen den Kellner". Así de sencilla es la cosa, que para cada problema hay siempre una solución. De hecho me pareció admirable cómo otros restaurantes que se extendían por el muelle habían solucionado el peliagudo asunto de la carta. ¿Usted es capaz de explicar en un lenguaje razonable lo que es una parrillada de marisco? ¿Se atreve alguien a traducir con garantías de éxito comunicativo conceptos como quisquilla, camarón, nécora o centollo al alemán, al inglés o al checo, pongamos por caso? ¿No? Pues mira, te empaqueto el menú en carne y caparazón, le doy una manita de barniz para que no se note tan rápidamente el paso del tiempo (que todo lo echa a perder) y lo expongo a toda luz y con orgullo a mostrador abierto . No son las palabras: son las cosas.

La épica de la lengua transforma su uso cotidiano en poesía y el mestizaje de los idiomas en redescubrimiento. Nos tuvimos que quitar el cráneo sencillamente -hablo en plural porque fue mi mujer quien me puso sobre la pista- ante el cartel luminoso de un restaurante del viejo Alicante. La hibridación es suculenta: se llama "El panal de las abejas" (más internacionalidad no cabe, pues abejas tendrá que haber en todas partes, supone uno) y se describe a sí mismo como restaurante típico mejicano y español (lo cual no es poco tipismo). Por si quedan dudas respecto a la localización geográfica del arte culinaria (y de paso quizá acerca del origen de la familia) se subraya la cosa con un "mediterranean cussine". ¿Falta algo? Por supuesto, la denominación lateral "California", a cuya hermenéutica aún no me he entregado. Ahí están las abejitas, haciendo gala ya de pala y regadera, ya de sombrero y copazo o de trapo rojo y montera, afirmando su carácter y tiñéndolo de nación y de costumbrismo.

Me van a decir que peco de contracultural y antipurista. Pero no, no se piense. Yo creo en la corrección, en la elegancia y en el canon, qué duda cabe. Pero no confundamos, porque tampoco la función reguladora pertenece a ninguna figura señera ni empolvada academia. Ahí está el ciudadano de a pie, el esforzado miembro anónimo de la comunidad, que es el que se puede pegar el lujo de plantear y dirigir la discusión sobre cuanta cuestión lingüística sea preciso dirimir. Así lo comprendí en otro pueblo pesquero de Almería, en el que por cierto tuve por primera vez el placer de degustar un Pez de San Pedro (curioso bichejo que tuvo la desfachatez de querer engullir una moneda que se le había caído al primer Papa en las aguas del mar de Galilea. El santó lo sujetó con los dedos por el dorso para evitar el dolo y ahí lo dejó, marcadito para siempre). Fue el caso que un viandante, bolígrafo en ristre, se había tomado la molestia de amonestar con dulzura a otro vecino, propietario él y poco amigo de los diptongos. El uno había escrito "Se alquila piso totalmente amoblado". Y el otro, protector del idioma (dejemos ahora de lado su desapego al acento), haciendo gala de delicadeza inigualable, lejos de tacharle el error, se lo había puesto entre comillas, apostillando con gracia: "tú si que estas amoblado".









A mí me parece muy bien que los escritores edifiquen la cultura con la lengua. Los demás somos los currantes, los paletas del idioma. Ponemos ladrillos y los unimos con argamasa. Y si quedan huecos, pues hay que dar salivilla de cuco, que pega mucho. Bonito no será, pero aguanta cantidá. El marxista ortodoxo diría: la lengua para el que la trabaja.

Y esa es la épica cotidiana, desde luego.

lunes, 20 de agosto de 2007

La lógica de los idiotas

Hace ya unos cuantos años. Vivíamos en Madrid. Mi novia llegó un día a casa y me dijo que los españoles no sabíamos conducir en las glorietas (ahora se llaman rotondas), que nos saltábamos sus carriles con ojos vidriosos y sin pestañear, tanto para acceder a ellas como para dejarlas. Semejante cosa. Yo no lo había advertido nunca, probablemente porque para mí pertenecía a la normalidad de cada día, pero pude comprobarlo una y otra vez. Tenía razón. A ningún madrileño (probablemente a ningún español) se le ocurre que debe pasarse al carril derecho de la glorieta para abandonarla. Al revés también funciona: ningún español parece estar dispuesto a circular por el carril derecho de una glorieta si no es para salir de ella. Unos días después, sentado como pasajero en el coche de mi novia, comprobé que se había adaptado a la nueva situación y que se lanzaba como kamikaze por las glorietas cruzando impávida los carriles en armonía con los otros conductores. Todo bien, por tanto. Da igual de qué hablemos (estados, empresas...), siempre hay normas escritas y normas consuetudinarias, que desde luego no coinciden. Por supuesto resulta divertido establecer comparaciones. Hace menos tiempo me encontré en la revista de la ADAC con un tipo especial de glorieta que llaman la "rotonda mágica" y que se puede encontrar en algunas poblaciones británicas. Como se puede ver en la imagen, se trata de una "metarrotonda", de una rotonda de rotondas. Con un poco de maldad, me gustaría colocar a una docena de conductores españoles en esa glorieta, para ver su comportamiento; pero no lo haré: ¡pobres farolas!

Sin embargo, dando dos vueltas de tuerca más a esta historia, me adentro en ese terreno que es la lógica de los idiotas. Veamos.


Primera vuelta de tuerca. Hará cuatro o cinco años, durante una estancia en Madrid, leía con curiosidad las cartas al director de un periódico que por desgracia no he conservado. Entre ellas descollaba por su sinceridad la de un taxista de pro. El hombre se quejaba de los coches de autoescuela, que circulaban en las glorietas por el carril de la derecha y le impedían acceder a la salida que el quería tomar proveniente del segundo o tercer carril. El trabajador del volante confesaba que tenía más de treinta años de carnet de conducir, pero que ignoraba lo que prescriben las leyes de circulación acerca de cómo se debe conducir por una "rotonda" (no especificaba si lo de "ceder la derecha" le sonaba o no). Su posición era que esos treinta años había venido circulando en las glorietas como Dios le daba a entender, o sea, soplándose los carriles como si nada, y que nunca había tenido un accidente. Según su opinión esos coches de autoescuela con su manía de ir por la derecha representaban un peligro inaceptable. Ergo (y aquí viene la guinda a este pastel de lógica de idiotas), si es que lo estaban haciendo conforme a la ley (lo cual es esperable, pues en los coches de autoescuela suele ir sentando un profesor que sabe de estas cosillas...), lo más aconsejable era cambiar esa ley nefasta. Nadie me negará que la lógica es aplastante.


Segunda vuelta de tuerca. Unos días veraniegos en España me han llevado a la costa levantina. Tal vez haya olvidado las normas no escritas de las carreteras españolas... o tal vez es que ya no quiero respetar éstas, sino las escritas. El caso es que allí me ha dado por circular por las glorietas conforme a la ley (escrita). Tal vez fuera un experimento, no sé decirlo con certeza, el caso es que con ello he provocado algunas situaciones complicadas. En una de ellas los ocupantes de una furgoneta me recriminaban que no hubiera tomado la primera salida una vez situado en el carril derecho, como ellos esperaban y hubieran necesitado para poder girar ellos también desde el segundo carril. A mis gestos de "yo voy por mi derecha" respondieron con el requirimiento (también gestual, pero fácil de entender) de que por lo menos usara el intermitente (¡el de la izquierda!) para avisar de que no pensaba salir. Muy interesante. Después pude comprobar que otros conductores que, como yo, habían caído en la deshonra de conducir por la derecha en la misma situación, encendían efectivamente con timidez el intermitente izquierdo para avisar a los demás de que no pensaban salir de la plazoleta. Si uno se acoge a la lógica de los idiotas, el requisito de usar el intermitente para avisar de que no se va a hacer ninguna maniobra se llena sin duda de sentido.


No sé si esto puede servir de colofón, pero no deja de ser interesante comprobar que el pensamiento idiota se organiza en una estructura de red que no parece diferir mucho del (llamémoslo así) inteligente y cuyas conexiones obedecen también a una lógica que tal vez incluso sea posible determinar: la lógica de los idiotas. Probablemente esta conclusión no sea en absoluto sorprendente, puesto que los idiotas y los inteligentes son los mismos. Personalmente tengo la sensación de ser un idiota el ochenta por ciento del tiempo que no duermo.

lunes, 16 de julio de 2007

Madrid está tan lejos...

Con estupor -como si fuera la primera vez, aunque me suceda repetidamente- compruebo que no es posible la ubicuidad. No. Poco importa la frecuencia con que viajes o la asiduidad con que leas la prensa española en internet, la densidad de tus contactos por correo electrónico o la perseverancia en las llamadas telefónicas (todo esto que Mon llamaría, citando a McLuhan como suele, las extensiones del yo). Ni siquiera el que tu trabajo tenga que ver con saber entender, analizar, transmitir lo que allí se cuece o el hecho de que te hayas construido la quimera de que vives con un pie en cada cultura son condiciones que puedan ejercer influencia sobre el fenómeno. Lo cierto es que la distancia abre un abismo entre tu vida actual (con sus rutinas y servidumbres) y el entorno dejado atrás, que muy difícilmente y sólo -con suerte- de forma fragmentaria puedes cerrar. Grietas se abren en evoluciones ignoradas de la vida cotidiana, en acontecimientos perdidos más o menos determinantes de identidades y destinos, en temas, elipsis y sobreentendidos desconocidos indispensables para posibilitar la plausibilidad de las relaciones. El primer síntoma se manifiesta en algo nimio como la pérdida del hilo de una conversación: imposible reír el chiste, entender la ironía o descifrar la alusión. Llega el día, sin embargo, en que emerge la inseguridad dentro de la propia cultura: ¿sabes lo que deberías saber?, ¿te comportas adecuadamente?, ¿te expresas en la forma en que es esperable? Probablemente se puede traducir el proceso en una curva matemática, pero no puedo describir la fase ascendente final. Escribiré sobre ello quizás dentro de diez años. Si es que aún estoy aquí...

El último capítulo -más o menos anecdótico- de mi historia particular del desarraigo gira en torno al monumento conmemorativo en recuerdo de las víctimas de los atentados de Madrid en marzo de 2004. No olvidaré ese día en que me levanté algo más temprano para ir a una reunión de trabajo. Las noticias sobre el suceso (incluso aquí) me iban acompañando delante de la taza de café. Yo contaba sobre el atentado a los miembros de aquella comisión vetusta, que me miraban con ojos de cabra boba, tal vez porque no entendían -todavía nadie entendía nada a aquellas horas de la mañana- o porque la historia se les hacia remota, porque Madrid está tan lejos... Y seguían justificando sus decisiones, aquellas que ya tenían tomadas de antemano, mientras la cifra de fallecidos aumentaba paulatinamente. Me pasé el día pegado al ordenador, a la radio, a la televisión. E hice llamadas para cerciorarme de lo que creía saber de antemano. Y escribí mensajes electrónicos con ese mismo objeto. Me fueron llegando noticias confusas, historias personales, constataciones simples -"estamos bien", sin más-, voces tranquilizadoras. Yo no lo viví, lo sé, y entiendo que nadie quisiera hablar de ello, no demasiado. No puedo añadir nada a otras historias. Sólo una cosa es particular en mi experiencia: la escalofriante indiferencia de aquellos sabios catedráticos y académicos que se sentaron a la misma mesa que yo aquella mañana. Los he vuelto a ver decenas de veces a casi todos. Nunca me preguntaron nada. Tampoco lo esperaba.

Pues resulta que ese monumento erigido en marzo de 2007, tres años después del suceso, esa probablemente justa pretensión de fijar la memoria y no olvidar llega a mis oídos y a mis ojos nada menos que cuatro meses después de su inauguración. ¿Lo he leído con retraso en la noticia de algún periódico, en el comentario de alguna revista, en el artículo de fondo de algún medio alemán? No, llega a mí a través de la revista corporativa de la empresa Schott, paisana mía, se puede decir. Casualidades de la vida: Schott recibió el encargo de producir las piezas de cristal que habían de componer ese monumento de luz y transparencia, de recogimiento y silencio. Parte de la producción, que no toda, se realizó incluso en esta misma ciudad que habito desde hace siete años. Y así lo documenta la revista (en inglés aquí). Pero ahí no termina la paradoja. El hecho es que la revista corporativa ha llegado a mi ordenador tras una conversación con mi amigo Andreas, ese habitante ilustre de la Neugasse de verbo efervescente y vocación de historiador de la patria chica.

Sólo porque a unos arquitectos inquietos se les ocurrió un proyecto basado en el cristal, porque Schott recibió ese encargo (esto es menos casualidad: pocas empresas en Europa están en condición de realizar tales trabajos), porque la empresa es historia viva de esta ciudad, porque Andreas se interesa por todo lo que sea historia viva de esta ciudad, porque Andreas y yo somos amigos y nos tomamos cafeses con alguna frecuencia y porque el bueno de mi amigo es un conversador inveterado llego a enterarme de que la Plaza de Atocha ha cambiado su cara y con ella todo Madrid, creo suponer. Tal vez no sea más que un síntoma, pero para mí es el sentimiento vívido de estar varado en una isla fuera de las rutas regulares de los transatlánticos de la vida, o al menos de aquella vida que yo tuve alguna vez.

viernes, 6 de julio de 2007

Idiomas y cultura

Leo a paso de tortuga (lo cual me sienta bien, quizás, y el dueño del libro, Mon, parece sobrellevarlo con estoicismo) Las palabras y las cosas de M. Foucault. Algún día, cuando lo termine... cuando lo entienda, haré un comentario sobre él; pero hoy tengo necesidad de dejar esta cita, que me salta a los ojos en la página 92 (edición de Siglo XXI), mientras el autor hace arqueología de la época clásica y se dispone a hablar de la gramática general.

"Los idiomas, saber imperfecto, son la memoria fiel de su perfeccionamiento. Inducen a error, pero registran lo que se ha aprendido. En su desordenado orden, hacen surgir ideas falsas; pero las ideas verdaderas depositan en ellos la marca imborrable de un orden que el solo azar no habría podido disponer. Lo que nos dejan las civilizaciones y los pueblos como monumento de su pensamiento, no son los textos, sino más bien los vocabularios y las sintaxis, los sonidos de sus idiomas más que las palabras pronunciadas, menos sus discursos que lo que los hizo posibles: la discursividad de su lenguaje".


domingo, 1 de julio de 2007

Mietzi y Herr Müller: gatos del pueblo

Una isla de vegetación, encerrada en valla de obra y reja, se abre a los pies del edificio modernista que queda enfrente de nuestra casa. Ahí mantiene Frau Klein su pequeño paraíso para gatos. Uno no tiene especial preferencia por los felinos (más bien una inexplicable aversión) ni por las ancianas amigas de éstos. Sin embargo David es un niño de costumbres. Todos los días tras bajarse del coche y antes de llegar a casa tiene que efectuar las siguientes operaciones: visitar la panadería para que le compren algún panecillo (cuando hay suerte puede ser un Pfankuchen) que no llegará a comerse, perderse por los patios de las casas en torno a la panadería, ir a ver a los gatos que anden de visita por el santuario de Frau Klein. De este modo, no sólo el pequeño sino igualmente yo hemos ido tomándoles ley a la anciana señora y a sus tampoco demasiado jóvenes amigos bigotudos.

Frau Klein -garrota, cuerpo encorvado, ropas color ala de mosca, blanquísimo cabello recogido en moño, ojos de color claro ya algo nublados- hace una pausa en su tarea de distribuir la comida y la bebida para los animales en torno a la caseta de madera forrada de almohadones viejos y se acerca hacia nosotros desde el lado de dentro de la verja. Habla con David y ellos se entienden (yo no me entero de nada, ¿qué va a entender un extranjero del parloteo entre una vieja sin dientes y un niño balbuciente?). Entonces viene la gata Mietzi, entra en el recinto con aires de señorita malcriada y comienza a olisquear el menú del día. Frau Klein le dedica una mirada de ternura y luego me comenta con cierto orgullo y una pizca de ironía: "¿ha visto?: todavía cabe entre las rejas". Realmente el volumen del vientre del bicho es tal, que al principio creíamos que se trataba de un embarazo. Después descubrimos que el gato Herr Müller hace gala de una protuberancia semejante, de modo que él también apenas consigue colarse entre los barrotes conteniendo la respiración. Como Herr Müller es macho y por lo tanto salvo error u omisión (de la naturaleza) no reúne condiciones para quedarse preñado, llegamos a la conclusión de que los gatos visitantes de Frau Klein no llevan una vida muy deportiva y sí consecuentemente pantagruélica.

Si la gata Mietzi se distingue por el pelaje blanquinegro y los ojos somnolientos, Herr Müller es un gato atigrado de mirada felina (lo cual no debería sorprender a nadie). Son gatos sin dueño, gatos del pueblo, respetados por todos los vecinos de la calle, que los suelen saludar incluso con toque de visera porque se han convertido en una institución fundamental sin la cual esta calle nuestra, entre la avenida del castillo de la espina y la estación del río Saale, no sería reconocible. Mietzi oculta celosamente -de nuevo ese toque de coquetería- sus antecedentes antes de venir a vivir al barrio, pero todos le imaginamos un pasado turbulento del cual supo alejarse al llegar la edad indicada. Suele pasearse indolentemente, a veces con sombrilla de encaje, entre el paraíso de Frau Klein y la casa abandonada, probablemente de pasado señorial, del otro extremo de la misma acera, con parada esporádica en los escalones del carnicero o de la panadería. Herr Müller es un gato probo y más bien callado de cuyo pasado hay más noticia. Frau Klein me contó que su nombre proviene del último dueño que tuvo, un Herr Müller de clase acomodada, quien por desgracia pasó joven a mejor vida. De este modo el gato sin dueño hubo de adoptar el buen nombre del difunto y, lanzado a una extraña bohemia honrada, defenderlo de todo ataque y de toda mácula. Uno se da cuenta enseguida de que el gato Herr Müller es un caballero a cuatro patas, que se levanta bien de mañana, se desliza bajo los coches y desaparece a sus labores (sean cuales sean, cazar ratones o volcar cubos de basura) para no volver hasta entrada la tarde, con la tranquilidad del deber cumplido. Nunca antes de las cinco, cuando ya David anda merodeando el paraíso de la vieja dama, se planta el felino estajanovista en la caseta para reconfortar el cuerpo de los esfuerzos del día con las delicias à la Klein del día y algún que otro sorbito comedido del agua de la escudilla.

Frau Klein pega la hebra con gusto en su hora de atención diaria del paraíso de los gatos. Incluso a veces se diría que no hace reparos al palique con gente estrafalaria, como esa visitante asidua, también mayorcita y arrugada, pero algo más ágil y bastante más chiflada, que se dedica a ir dejando montoncitos de migas de pan para las palomas por las esquinas. Para mí que Frau Klein es persona de talante social y de simpatía natural, aunque también hay que pensar que la buena señora, con su escasa autonomía de vuelo, a poca gente verá aparte de nosotros y de la hija con la que vive. Claro, que no todo el monte es orégano: esta generosa dama también tiene sus enemigos, gente taimada que no da la cara, pero que sí se atreve a denunciarla a la policía por alimentar animales callejeros. Hay que ver la de tiempo que les sobra a algunas personas. El caso es que los picoletos tienen a nuestra amiga en la lista negra, por más que nunca han logrado demostrarle infracción alguna, ya que a nadie se le puede prohibir dar de comer a los bichitos en su propio jardín. Frau Klein habla poco de sí misma. Prefiere presumir de las flores de sus arbustos y de las barrigas de sus gatos visitantes. Sin embargo un día me contó que de jovencita, cuando aún vivía en su Sajonia natal, quería ser veterinaria, pero su padre no le pudo dar estudios ni tampoco le hacía al hombre mucha gracia esa afición por los bichos que su hija demostraba. Andando el tiempo se demostró que ella no podía hurtarse a la llamada de la fauna. En fin, esto suena algo poético, en realidad Frau Klein se pasó la vida bajo la RDA trabajando en una granja en régimen de VEB (las empresas estatales del socialismo).

Hace poco me dio un vuelco el corazón al divisar a una mujer de mediana edad dando de comer a los gatos con fastidio contenido. Sin conocerla de nada, me acerqué para preguntarle por la buena señora. Resultó ser su hija y me relató con paciencia -probablemente no era el primero que preguntaba- cómo la anciana se había torcido y herido una pierna a consecuencia de una caída en el jardín. Es lo malo de la primavera: que la vegetación avanza con ardor y dificulta los caminos. Al parecer los habitantes fantasmas del Happy Shop (de ellos me habré de ocupar en otro texto) no sólo no la habían ayudado, sino que incluso se habían reído de ella, tratándola de vieja borracha. Un desastre. Afortunadamente nuestra amiga se iba recuperando e incluso se sentía con fuerzas para cruzar las dos calles que separan su casa del ambulatorio médico. "Pronto estará aquí de nuevo", me aseguró la hija, "más que nada porque desde su punto de vista es imposible que yo haga todo esto como es debido" y señaló entornando los ojos el paraíso de los gatos: la caseta, los almohadones, las escudillas. El gato Herr Müller, que estaba atendiendo nuestra conversación encaramado en la casita de madera, pareció asentir, David se reía cómplice, pero yo me abstuve de comentario alguno.

Las últimas semanas no me he encargado de recoger a David, de modo que no he vuelto a ver a Frau Klein, pero espero que esté de vuelta a sus labores. Ciertamente esta calle no es imaginable sin sus gatos comunales, pero a falta de la presencia de Frau Klein el barrio entero se convertiría en un ente de ficción: su existencia sería filosóficamente imposible.

jueves, 28 de junio de 2007

Lecciones de filosofía de un maestro



Con la venia del maestro Benítez Reyes, permítaseme una breve introducción al walterismo para abrir este blog, cuyo título le rinde vasallaje:

"La sexualidad humana consiste en una acalorada negociación política entre seres de distinto planeta".

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"No hay cosa peor, en fin, que la filosofía aplicada sin fundamento sólido. De modo que si conoces a alguien que no tiene teorías, sal corriendo, o ahuyéntalo con una cruz de plata. Si conoces a alguien que sostiene medias teorías, rómpele su socrática nariz de patata de un derechazo aristotélico. Si te cruzas con alguien que rebosa teorías por la boca, reza lo que sepas para que esas teorías coincidan mínimamente con las tuyas, porque de lo contrario te pondrá la cabeza como un bombo hegeliano: bum, bum".

Walter Arias