lunes, 16 de julio de 2007

Madrid está tan lejos...

Con estupor -como si fuera la primera vez, aunque me suceda repetidamente- compruebo que no es posible la ubicuidad. No. Poco importa la frecuencia con que viajes o la asiduidad con que leas la prensa española en internet, la densidad de tus contactos por correo electrónico o la perseverancia en las llamadas telefónicas (todo esto que Mon llamaría, citando a McLuhan como suele, las extensiones del yo). Ni siquiera el que tu trabajo tenga que ver con saber entender, analizar, transmitir lo que allí se cuece o el hecho de que te hayas construido la quimera de que vives con un pie en cada cultura son condiciones que puedan ejercer influencia sobre el fenómeno. Lo cierto es que la distancia abre un abismo entre tu vida actual (con sus rutinas y servidumbres) y el entorno dejado atrás, que muy difícilmente y sólo -con suerte- de forma fragmentaria puedes cerrar. Grietas se abren en evoluciones ignoradas de la vida cotidiana, en acontecimientos perdidos más o menos determinantes de identidades y destinos, en temas, elipsis y sobreentendidos desconocidos indispensables para posibilitar la plausibilidad de las relaciones. El primer síntoma se manifiesta en algo nimio como la pérdida del hilo de una conversación: imposible reír el chiste, entender la ironía o descifrar la alusión. Llega el día, sin embargo, en que emerge la inseguridad dentro de la propia cultura: ¿sabes lo que deberías saber?, ¿te comportas adecuadamente?, ¿te expresas en la forma en que es esperable? Probablemente se puede traducir el proceso en una curva matemática, pero no puedo describir la fase ascendente final. Escribiré sobre ello quizás dentro de diez años. Si es que aún estoy aquí...

El último capítulo -más o menos anecdótico- de mi historia particular del desarraigo gira en torno al monumento conmemorativo en recuerdo de las víctimas de los atentados de Madrid en marzo de 2004. No olvidaré ese día en que me levanté algo más temprano para ir a una reunión de trabajo. Las noticias sobre el suceso (incluso aquí) me iban acompañando delante de la taza de café. Yo contaba sobre el atentado a los miembros de aquella comisión vetusta, que me miraban con ojos de cabra boba, tal vez porque no entendían -todavía nadie entendía nada a aquellas horas de la mañana- o porque la historia se les hacia remota, porque Madrid está tan lejos... Y seguían justificando sus decisiones, aquellas que ya tenían tomadas de antemano, mientras la cifra de fallecidos aumentaba paulatinamente. Me pasé el día pegado al ordenador, a la radio, a la televisión. E hice llamadas para cerciorarme de lo que creía saber de antemano. Y escribí mensajes electrónicos con ese mismo objeto. Me fueron llegando noticias confusas, historias personales, constataciones simples -"estamos bien", sin más-, voces tranquilizadoras. Yo no lo viví, lo sé, y entiendo que nadie quisiera hablar de ello, no demasiado. No puedo añadir nada a otras historias. Sólo una cosa es particular en mi experiencia: la escalofriante indiferencia de aquellos sabios catedráticos y académicos que se sentaron a la misma mesa que yo aquella mañana. Los he vuelto a ver decenas de veces a casi todos. Nunca me preguntaron nada. Tampoco lo esperaba.

Pues resulta que ese monumento erigido en marzo de 2007, tres años después del suceso, esa probablemente justa pretensión de fijar la memoria y no olvidar llega a mis oídos y a mis ojos nada menos que cuatro meses después de su inauguración. ¿Lo he leído con retraso en la noticia de algún periódico, en el comentario de alguna revista, en el artículo de fondo de algún medio alemán? No, llega a mí a través de la revista corporativa de la empresa Schott, paisana mía, se puede decir. Casualidades de la vida: Schott recibió el encargo de producir las piezas de cristal que habían de componer ese monumento de luz y transparencia, de recogimiento y silencio. Parte de la producción, que no toda, se realizó incluso en esta misma ciudad que habito desde hace siete años. Y así lo documenta la revista (en inglés aquí). Pero ahí no termina la paradoja. El hecho es que la revista corporativa ha llegado a mi ordenador tras una conversación con mi amigo Andreas, ese habitante ilustre de la Neugasse de verbo efervescente y vocación de historiador de la patria chica.

Sólo porque a unos arquitectos inquietos se les ocurrió un proyecto basado en el cristal, porque Schott recibió ese encargo (esto es menos casualidad: pocas empresas en Europa están en condición de realizar tales trabajos), porque la empresa es historia viva de esta ciudad, porque Andreas se interesa por todo lo que sea historia viva de esta ciudad, porque Andreas y yo somos amigos y nos tomamos cafeses con alguna frecuencia y porque el bueno de mi amigo es un conversador inveterado llego a enterarme de que la Plaza de Atocha ha cambiado su cara y con ella todo Madrid, creo suponer. Tal vez no sea más que un síntoma, pero para mí es el sentimiento vívido de estar varado en una isla fuera de las rutas regulares de los transatlánticos de la vida, o al menos de aquella vida que yo tuve alguna vez.

viernes, 6 de julio de 2007

Idiomas y cultura

Leo a paso de tortuga (lo cual me sienta bien, quizás, y el dueño del libro, Mon, parece sobrellevarlo con estoicismo) Las palabras y las cosas de M. Foucault. Algún día, cuando lo termine... cuando lo entienda, haré un comentario sobre él; pero hoy tengo necesidad de dejar esta cita, que me salta a los ojos en la página 92 (edición de Siglo XXI), mientras el autor hace arqueología de la época clásica y se dispone a hablar de la gramática general.

"Los idiomas, saber imperfecto, son la memoria fiel de su perfeccionamiento. Inducen a error, pero registran lo que se ha aprendido. En su desordenado orden, hacen surgir ideas falsas; pero las ideas verdaderas depositan en ellos la marca imborrable de un orden que el solo azar no habría podido disponer. Lo que nos dejan las civilizaciones y los pueblos como monumento de su pensamiento, no son los textos, sino más bien los vocabularios y las sintaxis, los sonidos de sus idiomas más que las palabras pronunciadas, menos sus discursos que lo que los hizo posibles: la discursividad de su lenguaje".


domingo, 1 de julio de 2007

Mietzi y Herr Müller: gatos del pueblo

Una isla de vegetación, encerrada en valla de obra y reja, se abre a los pies del edificio modernista que queda enfrente de nuestra casa. Ahí mantiene Frau Klein su pequeño paraíso para gatos. Uno no tiene especial preferencia por los felinos (más bien una inexplicable aversión) ni por las ancianas amigas de éstos. Sin embargo David es un niño de costumbres. Todos los días tras bajarse del coche y antes de llegar a casa tiene que efectuar las siguientes operaciones: visitar la panadería para que le compren algún panecillo (cuando hay suerte puede ser un Pfankuchen) que no llegará a comerse, perderse por los patios de las casas en torno a la panadería, ir a ver a los gatos que anden de visita por el santuario de Frau Klein. De este modo, no sólo el pequeño sino igualmente yo hemos ido tomándoles ley a la anciana señora y a sus tampoco demasiado jóvenes amigos bigotudos.

Frau Klein -garrota, cuerpo encorvado, ropas color ala de mosca, blanquísimo cabello recogido en moño, ojos de color claro ya algo nublados- hace una pausa en su tarea de distribuir la comida y la bebida para los animales en torno a la caseta de madera forrada de almohadones viejos y se acerca hacia nosotros desde el lado de dentro de la verja. Habla con David y ellos se entienden (yo no me entero de nada, ¿qué va a entender un extranjero del parloteo entre una vieja sin dientes y un niño balbuciente?). Entonces viene la gata Mietzi, entra en el recinto con aires de señorita malcriada y comienza a olisquear el menú del día. Frau Klein le dedica una mirada de ternura y luego me comenta con cierto orgullo y una pizca de ironía: "¿ha visto?: todavía cabe entre las rejas". Realmente el volumen del vientre del bicho es tal, que al principio creíamos que se trataba de un embarazo. Después descubrimos que el gato Herr Müller hace gala de una protuberancia semejante, de modo que él también apenas consigue colarse entre los barrotes conteniendo la respiración. Como Herr Müller es macho y por lo tanto salvo error u omisión (de la naturaleza) no reúne condiciones para quedarse preñado, llegamos a la conclusión de que los gatos visitantes de Frau Klein no llevan una vida muy deportiva y sí consecuentemente pantagruélica.

Si la gata Mietzi se distingue por el pelaje blanquinegro y los ojos somnolientos, Herr Müller es un gato atigrado de mirada felina (lo cual no debería sorprender a nadie). Son gatos sin dueño, gatos del pueblo, respetados por todos los vecinos de la calle, que los suelen saludar incluso con toque de visera porque se han convertido en una institución fundamental sin la cual esta calle nuestra, entre la avenida del castillo de la espina y la estación del río Saale, no sería reconocible. Mietzi oculta celosamente -de nuevo ese toque de coquetería- sus antecedentes antes de venir a vivir al barrio, pero todos le imaginamos un pasado turbulento del cual supo alejarse al llegar la edad indicada. Suele pasearse indolentemente, a veces con sombrilla de encaje, entre el paraíso de Frau Klein y la casa abandonada, probablemente de pasado señorial, del otro extremo de la misma acera, con parada esporádica en los escalones del carnicero o de la panadería. Herr Müller es un gato probo y más bien callado de cuyo pasado hay más noticia. Frau Klein me contó que su nombre proviene del último dueño que tuvo, un Herr Müller de clase acomodada, quien por desgracia pasó joven a mejor vida. De este modo el gato sin dueño hubo de adoptar el buen nombre del difunto y, lanzado a una extraña bohemia honrada, defenderlo de todo ataque y de toda mácula. Uno se da cuenta enseguida de que el gato Herr Müller es un caballero a cuatro patas, que se levanta bien de mañana, se desliza bajo los coches y desaparece a sus labores (sean cuales sean, cazar ratones o volcar cubos de basura) para no volver hasta entrada la tarde, con la tranquilidad del deber cumplido. Nunca antes de las cinco, cuando ya David anda merodeando el paraíso de la vieja dama, se planta el felino estajanovista en la caseta para reconfortar el cuerpo de los esfuerzos del día con las delicias à la Klein del día y algún que otro sorbito comedido del agua de la escudilla.

Frau Klein pega la hebra con gusto en su hora de atención diaria del paraíso de los gatos. Incluso a veces se diría que no hace reparos al palique con gente estrafalaria, como esa visitante asidua, también mayorcita y arrugada, pero algo más ágil y bastante más chiflada, que se dedica a ir dejando montoncitos de migas de pan para las palomas por las esquinas. Para mí que Frau Klein es persona de talante social y de simpatía natural, aunque también hay que pensar que la buena señora, con su escasa autonomía de vuelo, a poca gente verá aparte de nosotros y de la hija con la que vive. Claro, que no todo el monte es orégano: esta generosa dama también tiene sus enemigos, gente taimada que no da la cara, pero que sí se atreve a denunciarla a la policía por alimentar animales callejeros. Hay que ver la de tiempo que les sobra a algunas personas. El caso es que los picoletos tienen a nuestra amiga en la lista negra, por más que nunca han logrado demostrarle infracción alguna, ya que a nadie se le puede prohibir dar de comer a los bichitos en su propio jardín. Frau Klein habla poco de sí misma. Prefiere presumir de las flores de sus arbustos y de las barrigas de sus gatos visitantes. Sin embargo un día me contó que de jovencita, cuando aún vivía en su Sajonia natal, quería ser veterinaria, pero su padre no le pudo dar estudios ni tampoco le hacía al hombre mucha gracia esa afición por los bichos que su hija demostraba. Andando el tiempo se demostró que ella no podía hurtarse a la llamada de la fauna. En fin, esto suena algo poético, en realidad Frau Klein se pasó la vida bajo la RDA trabajando en una granja en régimen de VEB (las empresas estatales del socialismo).

Hace poco me dio un vuelco el corazón al divisar a una mujer de mediana edad dando de comer a los gatos con fastidio contenido. Sin conocerla de nada, me acerqué para preguntarle por la buena señora. Resultó ser su hija y me relató con paciencia -probablemente no era el primero que preguntaba- cómo la anciana se había torcido y herido una pierna a consecuencia de una caída en el jardín. Es lo malo de la primavera: que la vegetación avanza con ardor y dificulta los caminos. Al parecer los habitantes fantasmas del Happy Shop (de ellos me habré de ocupar en otro texto) no sólo no la habían ayudado, sino que incluso se habían reído de ella, tratándola de vieja borracha. Un desastre. Afortunadamente nuestra amiga se iba recuperando e incluso se sentía con fuerzas para cruzar las dos calles que separan su casa del ambulatorio médico. "Pronto estará aquí de nuevo", me aseguró la hija, "más que nada porque desde su punto de vista es imposible que yo haga todo esto como es debido" y señaló entornando los ojos el paraíso de los gatos: la caseta, los almohadones, las escudillas. El gato Herr Müller, que estaba atendiendo nuestra conversación encaramado en la casita de madera, pareció asentir, David se reía cómplice, pero yo me abstuve de comentario alguno.

Las últimas semanas no me he encargado de recoger a David, de modo que no he vuelto a ver a Frau Klein, pero espero que esté de vuelta a sus labores. Ciertamente esta calle no es imaginable sin sus gatos comunales, pero a falta de la presencia de Frau Klein el barrio entero se convertiría en un ente de ficción: su existencia sería filosóficamente imposible.