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Frau Klein -garrota, cuerpo encorvado, ropas color ala de mosca, blanquísimo cabello recogido en moño, ojos de color claro ya algo nublados- hace una pausa en su tarea de distribuir la comida y la bebida para los animales en torno a la caseta de madera forrada de almohadones viejos y se acerca hacia nosotros desde el lado de dentro de la verja. Habla con David y ellos se entienden (yo no me entero de nada, ¿qué va a entender un extranjero del parloteo entre una vieja sin dientes y un niño balbuciente?). Entonces viene la gata Mietzi, entra en el reci

Si la gata Mietzi se distingue por el pelaje blanquinegro y los ojos somnolientos, Herr Müller es un gato atigrado de mirada felina (lo cual no debería sorprender a nadie). Son gatos sin dueño, gatos del pueblo, respetados por todos los vecinos de la calle, que los suelen saludar incluso con toque de visera porque se han convertido en una institución fundamental sin la cual esta calle nuestra, entre la avenida del castillo de la espina y la estación del río Saale, no sería reconocible. Mietzi oculta celosamente -de nuevo ese toque de coquetería- sus antecedentes antes de venir a vivir al barrio, pero todos le imaginamos un pasado turbulento del cual supo alejarse al llegar la edad indicada. S

Frau Klein pega la hebra con gusto en su hora de atención diaria del paraíso de los gatos. Incluso a veces se diría que no hace reparos al palique con gente estrafalaria, como esa visitante asidua, también mayorcita y arrugada, pero algo más ágil y bastante más chiflada, que se dedica a ir dejando montoncitos de migas de pan para las palomas por las esquinas. Para mí que Frau Klein es persona de talante social y de simpatía natural, aunque también hay que pensar que la buena señora, con su escasa autonomía de vuelo, a poca gente verá aparte de nosotros y de la hija con la que vive. Claro, que no todo el monte es orégano: esta generosa dama también tiene sus enemigos, gente taimada que no da la cara, pero que sí se atreve a denunciarla a la policía por alimentar animales callejeros. Hay que ver la de tiempo que les sobra a algunas personas. El caso es que los picoletos tienen a nuestra amiga en la lista negra, por más que nunca han logrado demostrarle infracción alguna, ya que a nadie se le puede prohibir dar de comer a los bichitos en su propio jardín. Frau Klein habla poco de sí misma. Prefiere presumir de las flores de sus arbustos y de las barrigas de sus gatos visitantes. Sin embargo un día me contó que de jovencita, cuando aún vivía en su Sajonia natal, quería ser veterinaria, pero su padre no le pudo dar estudios ni tampoco le hacía al hombre mucha gracia esa afición por los bichos que su hija demostraba. Andando el tiempo se demostró que ella no podía hurtarse a la llamada de la fauna. En fin, esto suena algo poético, en realidad Frau Klein se pasó la vida bajo la RDA trabajando en una granja en régimen de VEB (las empresas estatales del socialismo).
Hace poco me dio un vuelco el corazón al divisar a una mujer de mediana edad dando de comer a los gatos con fastidio contenido. Sin conocerla de nada, me acerqué para preguntarle por la buena señora. Resultó ser su hija y me relató con paciencia -probablemente no era el primero que preguntaba- cómo la anciana se había torcido y herido una pierna a consecuencia de una caída en el jardín. Es lo malo de la primavera: que la vegetación avanza con ardor y dificulta los caminos. Al parecer los habitantes fantasmas del Happy Shop (de ellos me habré de ocupar en otro texto) no sólo no la habían ayudado, sino que incluso se habían reído de ella, tratándola de vieja borracha. Un desastre. Afortunadamente nuestra amiga se iba recuperando e incluso se sentía con fuerzas para cruzar las dos calles que separan su casa del ambulatorio médico. "Pronto estará aquí de nuevo", me aseguró la hija, "más que nada porque desde su punto de vista es imposible que yo haga todo esto como es debido" y señaló entornando los ojos el paraíso de los gatos: la caseta, los almohadones, las escudillas. El gato Herr Müller, que estaba atendiendo nuestra conversación encaramado en la casita de madera, pareció asentir, David se reía cómplice, pero yo me abstuve de comentario alguno.
Las últimas semanas no me he encargado de recoger a David, de modo que no he vuelto a ver a Frau Klein, pero espero que esté de vuelta a sus labores. Ciertamente esta calle no es imaginable sin sus gatos comunales, pero a falta de la presencia de Frau Klein el barrio entero se convertiría en un ente de ficción: su existencia sería filosóficamente imposible.
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