domingo, 24 de febrero de 2008

¡Viva Buñuel!... Pero no en el Cervantes

Estuvimos en la Berlinale, como cada año, tal vez porque es el único remanso de nosotros mismos que aún nos queda. Y de ella quiero contar alguna cosa en otro momento, tal vez en otro lugar. Pero por ahora, dada esa urgencia del espíritu que provoca la vergüenza (no sé si aquí es propia o ajena), me concentro en engrosar esa categoría recién creada en Antropofagia para lo patético.

Terminado el evento, el lunes antes de volver a casa, quisimos regalarnos aún con un paseo por los Hackeschen Höffe, un picoteo en un local que resultó tener auténtica cocina moderna española y una visita a la exposición que ofrecía el Instituto Cervantes sobre Gabriel Figueroa, fotógrafo y camarógrafo mejicano que trabajó con muchos de los grandes directores de cine, Buñuel entre ellos. Conviene señalar aquí que la Berlinale ha dedicado este año su retrospectiva al director de El ángel exterminador y que el Instituto Cervantes de Berlín se ha sumado al homenaje con una serie de actos -incluido el que me ocupa- reunidos bajo el título general de "¡Viva Buñuel!

¿Cómo no disfrutar con esas cuarenta fotos (fotogramas en realidad) de contrastes imposibles, de perfiles demoledores, de retratos despiadados, de simbolismo contenido, de blanco y negro inacabables? Pues muy fácil: dejando al Cervantes organizar la exposición. Imagínense la situación: Las fotografías estaban fijadas en las paredes de una sala de conferencias, cuyo espacio no había sido remodelado para responder a las necesidades de la exposición. Las filas de sillas sugerían un acto fracasado, una conferencia interrumpida por falta de público, un encuentro suspendido e impedían con su presencia toda sensación de lugar habitado o de espacio de reflexion o de invitación a la mirada. Los focos herían desde el techo directamente la superficie de cristal de las imágenes, produciendo mil reflejos, que el afanado observador debía evitar inclinándose, apartándose, dando pasitos a izquierda o derecha, en una danza extraña, que lo llevaba siempre a la postura absurda, a la mirada sesgada, a la contemplación parcial. Por si todo esto parece a alguien insuficiente, la mayor desesperación la producía una simpática joven a la que habían situado a una mesa en un lado de la sala. No sé realmente si su función era vigilar los cuadros (me habría podido llevar un par de ellos sin problemas) o atender al público (no se puede decir que tuviera una actitud muy servicial) o si estaba allí porque algún pez gordo se había quedado con su despacho. Sólo puedo contar lo que hacía: comía un bocadillo, se limpiaba los intersticios de los dientes (más o menos disimuladamente) con la uña y veía mientras tanto una película en un ordenador portátil. Lo más vergonzoso es que ni siquiera se había tomado la molestia de llevarse unos auriculares, así que las conversaciones, la música, los gritos y las algarabías de la banda sonora rebotaban sin misericordia en las paredes de la sala y atormentaban los oídos del público paciente.

Me quedé con esos sombreros charros amontonados al pie de un muro encalado, con esa nariz inigualable de María Félix, con el flequillo desafiante del Jaibo de Los Olvidados (1950) y me llevé (por descontado) una foto de la señorita del bocata y la pinícula. Hela.


miércoles, 20 de febrero de 2008

Patéticos


Tiene que venir un personajillo patético a sacarme de mi letargo de principios de año. Sí, ya me acusan los buenos amigos de abandono, justo al tiempo que las primeras telarañas hacen su aparición en Antropofagia Petrarquista. ¿Sin tiempo para escribir? Sin tiempo para muchas cosas. Con tiempo para casi nada. Qué desgracia ésta de ser proverbialmente ineficiente. Sin embargo, la bondad de lo patético reside precisamente en que lo saca a uno de su estado de letargo por la vía rápida del escalofrío por vergüenza ajena.

Aparece así en este santo blog de visitas por milagro un comentario de Jorge, un muchacho talentoso y nada cutre (piensa él) pero que no lee -no lee ni los letreros de las puertas de las letrinas, esto hay que admitirlo. El comentario no comenta nada, sino que reproduce una pieza literaria de tal valía, que me he sentido en la obligación de borrarlo para evitar la destrucción masiva de célula gris entre mis escasos pero fieles lectores. No obstante, no logro substraerme a una mínima cita del comienzo (ya saben, los comienzos memorables de las grandes novelas como aquello de "Muchos años después, ante el pelotón de fusilamiento" etc.) para dejar constancia de la calidad literaria que aquí se entierra (¿o se dice "se encierra"?):

Quedé en casa de una amiga.
Una chica desequilibrada y enfermizamente delgada.
Su casa es un lugar que desanima.
Huele mal,
Y esta adornada con muebles que abandona la gente al lado de los contenedores.
No estoy seguro pero creo que es lesbiana.
Aun asi pienso que quiere acostarse conmigo.
Pero yo iba con una idea perversa digna de un cuadro patologico de primer orden.
No queria acostarme con ella.
Queria desearla.

¿Es necesario más análisis? ¿Se precisa acaso una exégesis pragmalingüística del texto? ¡No, hombre! Es de cajón: que le den el Planeta a don Jorge No Lee. Es en cualquier caso la única esperanza de que deje de dar el tostón por la cybercosa. Sería sin duda el Planeta mejor concedido de la historia del propio premio.

En fin, esta clase de personajillos, que a mí me sacan del muermo invernal, le sirven por un lado a JSS para demostrar que el surrealismo existe y por otro a mí mismo para iniciar una nueva sección de Antropofagia que llamaré genéricamente "Patéticos". Tengo la sensación algo sorda de que va a salirnos muy nutridita.

viernes, 14 de diciembre de 2007

Soy un cutre

En realidad soy un cutre. Sí, así es, si escribo entradas sobre filósofos franceses posmodernos es sólo para despistar, porque en el fondo de mi alma lo que de verdad me arrastra es lo cutre, lo prosaico, la masa informe, el olor a vinazo (o a cervezazo, más frecuentemente) el perfume Ô de Axilé, la currywurst en bandejilla de cartón, en fin. Éste era el ambiente hace un par de semanas en el Supercross de Chemnitz (internacional él, oiga). Por allí andaba el macarreo sano de pueblo de mil habitantes: mucha gorrita de visera, chupa globera de aviador, mucho pantalón de cremalleras y zapatos con chapas rematadas, mucho piercing y corte de pelo listado; igualmente mucha Tussi de pelo cardado y maquillaje circense, botas de madam SM y uñas de chinarro maloso en una peli de James Bond. Sin embargo también andaban por allí las familias con padre cincuentón que luce coletilla con gomita de colores, madre peinada a lo Mrs. Ropper y ataviada con chubasquero fosforito, y niño zampabollos enamorado de su salchichita vienesa nadando en salsa rot-weiß dentro de la bandejilla de cartón. Estos son tus vecinos, amigo, la gente que va a currar todos los días, paga sus impuestos y va a votar cuando hay comicios; pero tú no te enteras, encerrado en tu alma mater de marfil.

Por eso me alegré tanto cuando mi santa me regaló las entradas por mi cumpleaños. Por eso y por una nostalgia de Montesa que tengo atravesada desde hace años en los ijares -habré de escribir sobre esto algún día- y que no sé como guardarla ni alimentarla, pues en sacármela ni pienso... La música atronaba los oídos, los efectos de luz maceraban el fondo del ojo, olía a ricino y a petardazo de corte del encendido, los escapes retumbaban en nuestros pechos, los pilotos con sus máquinas, buscando el límite, sobrecogían nuestros sentidos.

Ya lo sé, todo esto no es muy intelectual, pero precisamente: tiene más raza y más ácido desoxirribonucleico que todo lo que hago normalmente. Fue muy divertido.

Y para muestra un botón: aquí van algunas imágenes tomadas por un amigo que también se permitió este baño biopolimérico.




lunes, 10 de diciembre de 2007

La vida es un tango

A qué negarlo: los gatos no me son especialmente simpáticos. No obstante, éstos se habían ganado mi respeto y simpatía, acaso por buenos vecinos o simplemente por ser el entretenimiento de esa persona entrañable que es Frau Klein. Por eso escribí sobre ellos en este blog. Ahora sólo queda Herr Müller.

Hace un par de días me encontré a mi amiga y me contó sobre la muerte inopinada de Mietzi en las fauces de un perro cuya correa resultó ser demasiado larga (y cuya dueña se mostró demasiado lenta en reaccionar). Una amiga de Frau Klein consiguió incluso convencer a su hijo para que llevara a la gata malherida a la veterinaria, quien sin embargo no pudo salvar su vida. El cuerpo de Mietzi descansa ya en una tumba costeada por mi anciana vecina en un cementerio para animales que se acuesta en la ladera de una colina cercana a la ciudad. La factura de la veterinaria irá a parar, me dice Frau Klein, al buzón de la dueña del chucho.

Yo quise escribir aquí sobre esta pareja de gatos nobles de barrio como quien hace una crónica costumbrista, con ojo de escritor decimonónico y sonrisa de beato. Quién se iba a imaginar que esa gata que ya arrastraba tantos años por nuestra calle no iba a tener el final pacífico que se merecía, sino uno violento y desgarrado. Mi cuadro costumbrista se convierte en drama de lo cotidiano. Frau Klein sonríe con amargura, le da palique a mi hijo para olvidarse de lo ocurrido y se va hacia su portal defendiéndose con echarpe y algodón en el oído del invierno, de este invierno que no acaba de llegar sino a rachas y que sin embargo está a punto de sacarnos de quicio a todos. Y es que, pobre Mietzi, la vida es un tango.

viernes, 30 de noviembre de 2007

El cambio de episteme: más sobre la arqueología de Foucault


Prometí hace meses que seguiría leyendo a Foucault, y que volvería aquí para contarlo. Soy obediente, de modo que, con paciencia, royendo minutos al sueño, lo voy cumpliendo.

Las palabras y las cosas es una de esas obras que empiezas a comprender cuando te acercas hacia el final. Entonces relees ávidamente y con sensación de culpa a un tiempo. Foucault tensa los hilos del análisis de la cultura occidental; rompe, ya tersa, la superficie; accede entonces a sus profundidades cavernosas y las perfila con cincel potente, dejando a la vista una figura de construcción inquietante, pero perfectamente nítida, cuyas líneas pueden ser recorridas con lógica de detective inglés, como quien sigue los vericuetos de un laberinto fotografiado desde un ángulo cenital.

Llegado un punto, te atreves a definir la realidad como imaginación y la verdad como invención. Lo cual me remite a las preguntas de JSS y de Salve!

Paseando por la página 300, me veo obligado a hojear hacia atrás hasta la página 205:


En cuanto a la mutación que se produjo hacia fines del siglo XVIII en toda la episteme occidental, es posible caracterizarla desde ahora de lejos diciendo que se constituyó un momento científicamente fuerte allí donde la episteme clásica conocía un tiempo metafísicamente fuerte; y que, a la inversa, se recorta un espacio filosófico donde el clasicismo había establecido cerraduras epistemológicas solidísimas. En efecto, el análisis de la producción, en cuanto proyecto nuevo de la nueva "economía política", tiene como papel esencial el analizar la relación entre el valor y los precios; los conceptos de organismos y de organización, los métodos de la anatomía comparada, en breve, todos los temas de la "biología" naciente explican cómo estructuras observables en los individuos pueden valer a título de caracteres generales para los géneros, las familias, las ramificaciones; por último, para unificar las disposiciones formales de un lenguaje (su capacidad para constituir proposiciones) y el sentido que pertenece a sus palabras, la "la filología" estudiará no ya las funciones representativas del discurso, sino un conjunto de constantes morfológicas sometidas a una historia. Filología, biología y economía política se constituyen no en el lugar de la gramática general, de la historia natural y del análisis de las riquezas, sino allí donde estos saberes no existían, sino en el espacio que dejaban en blanco, en la profundidad del surco que separaba los grandes segmentos teóricos y que completaba el rumor del continuo ontológico. El objeto del saber del siglo XVII se forma justo allí donde se acalla la plenitud clásica del ser.
A la inversa, un nuevo espacio filosófico se abre allí donde se hunden los objetos del saber clásico. El momento de la atribución (como forma de juicio) y el de la articulación (como recorte general de los seres) se separan y dan nacimiento al problema de las relaciones entre una apofántica y una ontología formales; el momento de la designación primitiva y el de la derivación a través del tiempo se separan y abren un espacio en el que se plantea la cuestión de las relaciones entre el sentido originario y la historia. Así, se encuentran puestas en su lugar las dos grandes formas de la reflexión filosófica moderna. La una se interroga por las relaciones entre la lógica y la ontología; procede siguiendo los caminos de la formalización y reencuentra bajo un nuevo aspecto el problema de la mathesis. La otra se pregunta por las relaciones entre la significación y el tiempo; emprende un desarrollo que sin duda no se acaba ni se acabará nunca y vuelve a sacar a luz los temas y los métodos de la interpretación. Sin duda alguna, la cuestión más fundamental que puede entonces plantearse a la filosofía concierne a la relación entre estas dos formas de reflexión. En verdad, no corresponde a la arqueología el decir si esta relación es posible ni cómo puede fundarse; pero puede dibujar la región en la que busca anudarse, en qué lugar de la episteme trata de encontrar su unidad la filosofía moderna, en qué punto del saber descubre su dominio más amplio: este lugar es aquel en el que lo formal (de la apofántica y de la ontología) se reunirían con lo significativo tal como se aclara en la interpretación. El problema esencial del pensamiento clásico se aloja en las relaciones entre el nombre y el orden: descubrir una nomenclatura que fuese una taxinomia o aun instaurar un sistema de signos que fuese transparente para la continuidad del ser. Lo que el pensamiento moderno va a poner fundamentalmente en duda es la relación del sentido con la forma de la verdad y la forma del ser: en el cielo de nuestra reflexión reina un discurso -discurso quizá inaccesible- que sería de un solo golpe una ontología y una semántica. El estructuralismo no es un método nuevo; es la conciencia despierta e inquieta del saber moderno.

Los cambios de paradigma -leo a través del autor- poco tienen que ver con progreso, perfeccionamiento o avance, sino que constituyen discontinuidades que a la vez formulan interrogantes. Ante mis propios ojos el análisis de Foucault descompone el rompecabezas del mundo (la verdad, la realidad...) y lo recompone poniendo otra vez todas las piezas, pero en otros lugares y con otra lógica. Las piezas casan. Son tal vez mis ojos los que han cambiado. De algún modo, ahora que la modernidad se está acabando y que empezamos a no entender ese estructuralismo con el que se cierra el párrafo, tal vez sea el momento de intentar explicárnoslo.

Volveré a ello, pues prometo continuación (una o tal vez dos), aun a riesgo de perder algunos de mis lectores menos frikisóficos, que deben de ser legión, por otra parte.

viernes, 12 de octubre de 2007

La épica de la lengua (please for tobacco it warns the waiter)

Las lenguas tienen indudablemente su épica y alguien debería cantarla con voz de juglar o de payador. Esa épica se confunde con la misma historia -una historia cotidiana, una intrahistoria primordial- de la gente que la usa y la moldea. En estos días en que se discute acaloradamente y con no poca mala sangre si pertenece o no la lengua española también a la cultura catalana, que es invitada de honor en la feria del libro de Frankfurt, conviene recordar que no son personas prominentes ni instituciones excelsas quienes tienen derechos sobre las lenguas, sino sólo sus hablantes, a los que en su mayoría poco les importan estas discusiones espúreas. Ellos emplean las lenguas (sí, normalmente más de una) para explicarse el mundo y construirse su espacio vital. Me di cuenta hace poco, visitando a mi hermano en una pequeña población de Almería, donde el turismo ha llegado... con mesura. Vecina a su casa hay una tienda que, frente al comercio especializado y la proliferación del "todo a cien" de otras latitudes, tuvo que definir su negocio conforme a las necesidades de su clientela más cercana: ese local de pocos metros cuadrados en el que hay de todo, absolutamente de todo, entendiendo ese "todo" como aquello que una familia puede necesitar en la vida diaria: de la sartén a las zapatillas, de la aceitera al juguete para el niño, del helado de palo a la barrita de pan candeal. Y todo de última generación, tal como la dueña y asesora comercial proclama: "esto es lo que se lleva ahora". Atención a la concepción técnico-comercial: el local se define, según rezan el cartel y la inscripción del toldo, como "Novedades Patri" con la especialización en "Multiprecio". Que aprenda el marketing de la Segunda Modernidad".

Pues sí, la gente habla y escribe. Lo hace para comunicarse, para decir y contar, para avisar o conminar, para informar o entretener. Y se vale de su lengua o de las que necesite para que la parroquia se percate, sin mayores remilgos sobre si esta preposición o esta conjunción es mía, tuya o de aquél. En un bar y restaurante del puerto de Calpe había que explicar al personal (y éste es muy variopinto) cómo obtener tabaco de la máquina. Pues bien palabra aquí palabra allá, a saber si obtenidas del diccionario o de un traductor en línea -que para el progreso nunca es tarde- ahí estaban, como caballeros de novela entre la floresta del papel blanco, las cuatro sentencias admonitorias en cuatro lenguas indoeuropeas: "Para tabaco avise al camarero por favor. Please for tobacco it warns the waiter. S'il vous plaît pour tabac avertissez le garçon de cafe. Bitte für tabak warnen den Kellner". Así de sencilla es la cosa, que para cada problema hay siempre una solución. De hecho me pareció admirable cómo otros restaurantes que se extendían por el muelle habían solucionado el peliagudo asunto de la carta. ¿Usted es capaz de explicar en un lenguaje razonable lo que es una parrillada de marisco? ¿Se atreve alguien a traducir con garantías de éxito comunicativo conceptos como quisquilla, camarón, nécora o centollo al alemán, al inglés o al checo, pongamos por caso? ¿No? Pues mira, te empaqueto el menú en carne y caparazón, le doy una manita de barniz para que no se note tan rápidamente el paso del tiempo (que todo lo echa a perder) y lo expongo a toda luz y con orgullo a mostrador abierto . No son las palabras: son las cosas.

La épica de la lengua transforma su uso cotidiano en poesía y el mestizaje de los idiomas en redescubrimiento. Nos tuvimos que quitar el cráneo sencillamente -hablo en plural porque fue mi mujer quien me puso sobre la pista- ante el cartel luminoso de un restaurante del viejo Alicante. La hibridación es suculenta: se llama "El panal de las abejas" (más internacionalidad no cabe, pues abejas tendrá que haber en todas partes, supone uno) y se describe a sí mismo como restaurante típico mejicano y español (lo cual no es poco tipismo). Por si quedan dudas respecto a la localización geográfica del arte culinaria (y de paso quizá acerca del origen de la familia) se subraya la cosa con un "mediterranean cussine". ¿Falta algo? Por supuesto, la denominación lateral "California", a cuya hermenéutica aún no me he entregado. Ahí están las abejitas, haciendo gala ya de pala y regadera, ya de sombrero y copazo o de trapo rojo y montera, afirmando su carácter y tiñéndolo de nación y de costumbrismo.

Me van a decir que peco de contracultural y antipurista. Pero no, no se piense. Yo creo en la corrección, en la elegancia y en el canon, qué duda cabe. Pero no confundamos, porque tampoco la función reguladora pertenece a ninguna figura señera ni empolvada academia. Ahí está el ciudadano de a pie, el esforzado miembro anónimo de la comunidad, que es el que se puede pegar el lujo de plantear y dirigir la discusión sobre cuanta cuestión lingüística sea preciso dirimir. Así lo comprendí en otro pueblo pesquero de Almería, en el que por cierto tuve por primera vez el placer de degustar un Pez de San Pedro (curioso bichejo que tuvo la desfachatez de querer engullir una moneda que se le había caído al primer Papa en las aguas del mar de Galilea. El santó lo sujetó con los dedos por el dorso para evitar el dolo y ahí lo dejó, marcadito para siempre). Fue el caso que un viandante, bolígrafo en ristre, se había tomado la molestia de amonestar con dulzura a otro vecino, propietario él y poco amigo de los diptongos. El uno había escrito "Se alquila piso totalmente amoblado". Y el otro, protector del idioma (dejemos ahora de lado su desapego al acento), haciendo gala de delicadeza inigualable, lejos de tacharle el error, se lo había puesto entre comillas, apostillando con gracia: "tú si que estas amoblado".









A mí me parece muy bien que los escritores edifiquen la cultura con la lengua. Los demás somos los currantes, los paletas del idioma. Ponemos ladrillos y los unimos con argamasa. Y si quedan huecos, pues hay que dar salivilla de cuco, que pega mucho. Bonito no será, pero aguanta cantidá. El marxista ortodoxo diría: la lengua para el que la trabaja.

Y esa es la épica cotidiana, desde luego.

lunes, 20 de agosto de 2007

La lógica de los idiotas

Hace ya unos cuantos años. Vivíamos en Madrid. Mi novia llegó un día a casa y me dijo que los españoles no sabíamos conducir en las glorietas (ahora se llaman rotondas), que nos saltábamos sus carriles con ojos vidriosos y sin pestañear, tanto para acceder a ellas como para dejarlas. Semejante cosa. Yo no lo había advertido nunca, probablemente porque para mí pertenecía a la normalidad de cada día, pero pude comprobarlo una y otra vez. Tenía razón. A ningún madrileño (probablemente a ningún español) se le ocurre que debe pasarse al carril derecho de la glorieta para abandonarla. Al revés también funciona: ningún español parece estar dispuesto a circular por el carril derecho de una glorieta si no es para salir de ella. Unos días después, sentado como pasajero en el coche de mi novia, comprobé que se había adaptado a la nueva situación y que se lanzaba como kamikaze por las glorietas cruzando impávida los carriles en armonía con los otros conductores. Todo bien, por tanto. Da igual de qué hablemos (estados, empresas...), siempre hay normas escritas y normas consuetudinarias, que desde luego no coinciden. Por supuesto resulta divertido establecer comparaciones. Hace menos tiempo me encontré en la revista de la ADAC con un tipo especial de glorieta que llaman la "rotonda mágica" y que se puede encontrar en algunas poblaciones británicas. Como se puede ver en la imagen, se trata de una "metarrotonda", de una rotonda de rotondas. Con un poco de maldad, me gustaría colocar a una docena de conductores españoles en esa glorieta, para ver su comportamiento; pero no lo haré: ¡pobres farolas!

Sin embargo, dando dos vueltas de tuerca más a esta historia, me adentro en ese terreno que es la lógica de los idiotas. Veamos.


Primera vuelta de tuerca. Hará cuatro o cinco años, durante una estancia en Madrid, leía con curiosidad las cartas al director de un periódico que por desgracia no he conservado. Entre ellas descollaba por su sinceridad la de un taxista de pro. El hombre se quejaba de los coches de autoescuela, que circulaban en las glorietas por el carril de la derecha y le impedían acceder a la salida que el quería tomar proveniente del segundo o tercer carril. El trabajador del volante confesaba que tenía más de treinta años de carnet de conducir, pero que ignoraba lo que prescriben las leyes de circulación acerca de cómo se debe conducir por una "rotonda" (no especificaba si lo de "ceder la derecha" le sonaba o no). Su posición era que esos treinta años había venido circulando en las glorietas como Dios le daba a entender, o sea, soplándose los carriles como si nada, y que nunca había tenido un accidente. Según su opinión esos coches de autoescuela con su manía de ir por la derecha representaban un peligro inaceptable. Ergo (y aquí viene la guinda a este pastel de lógica de idiotas), si es que lo estaban haciendo conforme a la ley (lo cual es esperable, pues en los coches de autoescuela suele ir sentando un profesor que sabe de estas cosillas...), lo más aconsejable era cambiar esa ley nefasta. Nadie me negará que la lógica es aplastante.


Segunda vuelta de tuerca. Unos días veraniegos en España me han llevado a la costa levantina. Tal vez haya olvidado las normas no escritas de las carreteras españolas... o tal vez es que ya no quiero respetar éstas, sino las escritas. El caso es que allí me ha dado por circular por las glorietas conforme a la ley (escrita). Tal vez fuera un experimento, no sé decirlo con certeza, el caso es que con ello he provocado algunas situaciones complicadas. En una de ellas los ocupantes de una furgoneta me recriminaban que no hubiera tomado la primera salida una vez situado en el carril derecho, como ellos esperaban y hubieran necesitado para poder girar ellos también desde el segundo carril. A mis gestos de "yo voy por mi derecha" respondieron con el requirimiento (también gestual, pero fácil de entender) de que por lo menos usara el intermitente (¡el de la izquierda!) para avisar de que no pensaba salir. Muy interesante. Después pude comprobar que otros conductores que, como yo, habían caído en la deshonra de conducir por la derecha en la misma situación, encendían efectivamente con timidez el intermitente izquierdo para avisar a los demás de que no pensaban salir de la plazoleta. Si uno se acoge a la lógica de los idiotas, el requisito de usar el intermitente para avisar de que no se va a hacer ninguna maniobra se llena sin duda de sentido.


No sé si esto puede servir de colofón, pero no deja de ser interesante comprobar que el pensamiento idiota se organiza en una estructura de red que no parece diferir mucho del (llamémoslo así) inteligente y cuyas conexiones obedecen también a una lógica que tal vez incluso sea posible determinar: la lógica de los idiotas. Probablemente esta conclusión no sea en absoluto sorprendente, puesto que los idiotas y los inteligentes son los mismos. Personalmente tengo la sensación de ser un idiota el ochenta por ciento del tiempo que no duermo.