Con estupor -como si fuera la primera vez, aunque me suceda repetidamente- compruebo que no es posible la ubicuidad. No. Poco importa la frecuencia con que viajes o la asiduidad con que leas la prensa española en internet, la densidad de tus contactos por correo electrónico o la perseverancia en las llamadas telefónicas (todo esto que Mon llamaría, citando a McLuhan como suele, las extensiones del yo). Ni siquiera el que tu trabajo tenga que ver con saber entender, analizar, transmitir lo que allí se cuece o el hecho de que te hayas construido la quimera de que vives con un pie en cada cultura son condiciones que puedan ejercer influencia sobre el fenómeno. Lo cierto es que la distancia abre un abismo entre tu vida actual (con sus rutinas y servidumbres) y el entorno dejado atrás, que muy difícilmente y sólo -con suerte- de forma fragmentaria puedes cerrar. Grietas se abren en evoluciones ignoradas de la vida cotidiana, en acontecimientos perdidos más o menos determinantes de identidades y destinos, en temas, elipsis y sobreentendidos desconocidos indispensables para posibilitar la plausibilidad de las relaciones. El primer síntoma se manifiesta en algo nimio como la pérdida del hilo de una conversación: imposible reír el chiste, entender la ironía o descifrar la alusión. Llega el día, sin embargo, en que emerge la inseguridad dentro de la propia cultura: ¿sabes lo que deberías saber?, ¿te comportas adecuadamente?, ¿te expresas en la forma en que es esperable? Probablemente se puede traducir el proceso en una curva matemática, pero no puedo describir la fase ascendente final. Escribiré sobre ello quizás dentro de diez años. Si es que aún estoy aquí...El último capítulo -más o menos anecdótico- de mi historia particular del desarraigo gira en torno al monumento conmemorativo en recuerdo de las víctimas de los atentados de Madrid en marzo de 2004. No olvidaré ese día en que me levanté algo más temprano para ir a una reunión de trabajo. Las noticias sobre el suceso (incluso aquí) me iban acompañando delante de la taza de café. Yo contaba sobre el atentado a los miembros de aquella comisión vetusta, que me miraban con ojos de cabra boba, tal vez porque no entendían -todavía nadie entendía nada a aquellas horas de la mañana- o porque la historia se les hacia remota, porque Madrid está tan lejos... Y seguían justificando sus decisiones, aquellas que ya tenían tomadas de antemano, mientras la cifra de fallecidos aumentaba paulatinamente. Me pasé el día pegado al ordenador, a la radio, a la televisión. E hice llamadas para cerciorarme de lo que creía saber de antemano. Y escribí mensajes electrónicos con ese mismo objeto. Me fueron llegando noticias confusas, historias personales, constataciones simples -"estamos bien", sin más-, voces tranquilizadoras. Yo no lo viví, lo sé, y entiendo que nadie quisiera hablar de ello, no demasiado. No puedo añadir nada a otras historias. Sólo una cosa es particular en mi experiencia: la escalofriante indiferencia de aquellos sabios catedráticos y académicos que se sentaron a la misma mesa que yo aquella mañana. Los he vuelto a ver decenas de veces a casi todos. Nunca me preguntaron nada. Tampoco lo esperaba.
Pues resulta que ese monumento erigido en marzo de 2007, tres años después del suceso, esa probablemente justa pretensión de fijar la memoria y no olvidar llega a mis oídos y a mis ojos nada menos que cuatro meses después de su inauguración. ¿Lo he leído con retraso en la noticia de algún periódico, en el comentario de alguna revista, en el artículo de fondo de algún medio alemán? No, llega a mí a través de la revista corporativa de la empresa Schott, paisana mía, se puede decir. Casualidades de la vida: Schott recibió el encargo de producir las piezas de cristal que habían de componer ese monumento de luz y transparencia, de recogimiento y silencio. Parte de la producción, que no toda, se realizó incluso en esta misma ciudad que habito desde hace siete años. Y así lo documenta la revista (en inglés aquí). Pero ahí no termina la paradoja. El hecho es que la revista corporativa ha llegado a mi ordenador tras una conversación con mi amigo Andreas, ese habitante ilustre de la Neugasse de verbo efervescente y vocación de historiador de la patria chica.
Sólo porque a unos arquitectos inquietos se les ocurrió un proyecto basado en el cristal, porque Schott recibió ese encargo (esto es menos casualidad: pocas empresas en Europa están en condición de realizar tales trabajos), porque la empresa es historia viva de esta ciudad, porque Andreas se interesa por todo lo que sea historia viva de esta ciudad, porque Andreas y yo somos amigos y nos tomamos cafeses con alguna frecuencia y porque el bueno de mi amigo es un conversador inveterado llego a enterarme de que la Plaza de Atocha ha cambiado su cara y con ella todo Madrid, creo suponer. Tal vez no sea más que un síntoma, pero para mí es el sentimiento vívido de estar varado en una isla fuera de las rutas regulares de los transatlánticos de la vida, o al menos de aquella vida que yo tuve alguna vez.

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