Terminado el evento, el lunes antes de volver a casa, quisimos regalarnos aún con un paseo por los Hackeschen Höffe, un picoteo en un local que resultó tener auténtica cocina moderna española y una visita a la exposición que ofrecía el Instituto Cervantes sobre Gabriel Figueroa, fotógrafo y camarógrafo mejicano que trabajó con muchos de los grandes directores de cine, Buñuel entre ellos. Conviene señalar aquí que la Berlinale ha dedicado este año su retrospectiva al director de El ángel exterminador y que el Instituto Cervantes de Berlín se ha sumado al homenaje con una serie de actos -incluido el que me ocupa- reunidos bajo el título general de "¡Viva Buñuel!
¿Cómo no disfrutar con esas cuarenta fotos (fotogramas en realidad) de contrastes imposibles, de perfiles demoledores, de retratos despiadados, de simbolismo contenido, de blanco y negro inacabables? Pues muy fácil: dejando al Cervantes organizar la exposición. Imagínense la situación: Las fotografías estaban fijadas en las paredes de una sala de conferencias, cuyo espacio no había sido remodelado para responder a las necesidades de la exposición. Las filas de sillas sugerían un acto fracasado, una conferencia interrumpida por falta de público, un encuentro suspendido e impedían con su presencia toda sensación de lugar habitado o de espacio de reflexion o de invitación a la mirada. Los focos herían desde el techo directamente la superficie de cristal de las imágenes, produciendo mil reflejos, que el afanado observador debía evitar inclinándose, apartándose, dando pasitos a izquierda o derecha, en una danza extraña, que lo llevaba siempre a la postura absurda, a la mirada sesgada, a la contemplación parcial. Por si todo esto parece a alguien insuficiente, la mayor desesperación la producía una simpática joven a la que habían situado a una mesa en un lado de la sala. No sé realmente si su función era vigilar los cuadros (me habría podido llevar un par de ellos sin problemas) o atender al público (no se puede decir que tuviera una actitud muy servicial) o si estaba allí porque algún pez gordo se había quedado con su despacho. Sólo puedo contar lo que hacía: comía un bocadillo, se limpiaba los intersticios de los dientes (más o menos disimuladamente) con la uña y veía mientras tanto una película en un ordenador portátil. Lo más vergonzoso es que ni siquiera se había tomado la molestia de llevarse unos auriculares, así que las conversaciones, la música, los gritos y las algarabías de la banda sonora rebotaban sin misericordia en las paredes de la sala y atormentaban los oídos del público paciente.
Me quedé con esos sombreros charros amontonados al pie de un muro encalado, con esa nariz inigualable de María Félix, con el flequillo desafiante del Jaibo de Los Olvidados (1950) y me llevé (por descontado) una foto de la señorita del bocata y la pinícula. Hela.
